Hace siete meses, Pablo Iglesias aseguró que no sería vicepresidente
de Pedro Sánchez. Que nunca iría de la mano del Partido Socialista. Que
el PSOE, al igual que el Partido Popular, era un partido corrupto y
salpicado por decenas de casos de corrupción. Que si tarjetas black, que
si EREs en Andalucía, que si patatín, que si patatán. O imitando las
palabras de Tania Sánchez: «No voy a pactar con el PSOE. No. Punto». La
retórica habitual en las filas de Podemos.
Siete meses después,
tras las elecciones del 20-D, la retórica podemista parece cambiar, del
mismo modo que lo hizo en tres ocasiones su programa electoral. Pablo
se ofrece como Vicepresidente de un triunvirato liderado por Pedro
Sánchez y vigilado por Izquierda Unida. El Gobierno del cambio, dice,
donde primero son los sillones y luego las propuestas. Siete meses en
los que el PSOE ha pasado, a ojos de Podemos, de ser un partido de la
casta a ofrecer la imagen inmaculada del cambio político; de ser un
partido neoliberal a ser un amiguete, un compay, un posible socio de
Gobierno. Siete meses en los que llovieron chuzos sobre Sánchez y
acólitos que ahora parecen importar poco en las filas socialistas, muy
falta de memoria reciente.
Dicen que son el cambio. El Gobierno del cambio. Pero, por el momento,
visitando la hemeroteca y vislumbrando el sinfín de discordancias y
paradojas, en Podemos han demostrado seguir siendo igual que los
políticos de antaño, especialmente esos socialistas de la era de
Rodríguez Zapatero a los que criticaban por decir una cosa y hacer la
contraria. La premisa máxima continúa siendo la dialéctica del
grouchomarxismo: «Tengo estos principios, pero si no le gustan tengo
otros». Nada nuevo bajo el sol.